domingo, 4 de mayo de 2014

-.LAS SIETE VUELTAS.-




-.LAS SIETE VUELTAS.-



(Los Santuarios se mueven, a veces están al alcance de nosotros, tan cerca, que llegan a susurrarnos, incitándonos a adentrarnos en ellos… eso, si estamos dispuestos a aventurarnos en su búsqueda)



El ritmo del camino se percibía mientras cada paso se adentraba en la tierra. Habíamos subido desde el borde del mar hasta adentrarnos a la carretera que cruzaba el bosque y luego, encontrando la señal de la vía para desviarnos por el camino de tierra, escabroso y en poco trayecto anguloso encontrarse con aquel acantilado con vista a las montañas que se entrelazadas perdiéndose hasta fusionarse con la arena y el mar, mas en aquel lugar oculto por los mismos cerros y  caminos borrascosos en sus entrañas de piedras desmoronándose que alguna vez en mi infancia en excursión alocado había logrado alcanzar, dejando circular pequeños riachuelos como un camino venoso y clandestino.



La tierra estaba en la cima reseca, fina y de un color castaño rojizo en ciertos lugares, allí detuve mis pasos calculando la distancia prudente para observar, no lo majestuoso del cielo, si no algo que llamó mi  atención, era un gran conejo que me veía tan atento como yo a él, nunca había visto un conejo tan grande y para mi extrañeza no parecía temer de los humanos, se acercó a mí más de lo que creí que lo haría, pero al querer ir a tocarlo, tampoco fue tal su audacia de dejarse acariciar, evadió mis pasos y siguió moviéndose entre el pasto más largo  y brotes frescos.



Recordé mi objetivo, atenta a cada detalle, pero sin dejarme seducir lo suficiente como para detener mis pasos.  Fue allí cuando por el marco de madera en el aire como invitando hacia al abismo que indicaba el inicio del sendero circulante, que comencé mi camino. Al principio el sendero era tan amplio que  corría en descenso viendo el paisaje de los barrancos, como tierra cobriza en navajas gigantescas donde en ángulos extraños se asomaba alguna extraña palmera y en lo alto se veía el planeo de un ave de enormes y negras alas. Corrí apenas un rato chispeante, me detuve un instante para adentrarme al mirador de madera en una vista del paisaje. Pronto seguí en el sendero, era curioso como viniendo desde lo alto en descenso por los giros del caminos y la misma inclinación no se veía como continuaba el paisaje y los cambios que en este se producían, el sendero repentinamente se volvía angosto. Luego ya no era de tierra, era mezcla de piedras semi sueltas, y luego de avanzar un circuito de piedras zigzagueantes con arbusto a ambos lados a la altura de la cadera, algunos semi espinosos protegiendo con ahínco y celo los brotes de sus flores ruborosas. El paisaje cambio radicalmente, tuve que cruzar un sendero donde los arbustos ya no eran pequeños, eran imponentes, rodeados de un bosquecillo crespo y enroscados, el sendero seguía por un techo curvo de vegetación a cruzar. Un pequeño puente de madera nos invitaba avanzar para seguir y en un momento que creí perder el camino entre ramas secas, ya inquieta, escuchando un continuo crujido de lo alto, un silbido seco, un murmullo desconcertante, reencontré el camino en un sendero formado por escaleras de piedras que bajaban más profundamente al pequeño bosque susurrante, porque altos árboles de troncos delgados y ramas retorcidas se mecían y chocaban entre si en las alturas, provocando un sonido que nunca antes había escuchado, el bosque hablaba, parecía sentirse crecer, quebrarse y levantarse a medida que avanzaba, pero no veía ramas caerse ni otras elevarse, semillas giratorias caían en mi pelo, aunque también veía lanzar otras más contundentes a mi paso.  De su canto quebradizo escuché otro arrullo, uno que buscaba desde el comienzo del descenso, era el sonido del arroyo.



El sendero a esta altura lo había perdido completamente, estaba al pie de ramas secas en las entrañas del bosque susurrante, saltando algún árbol caído identificando una azucena solitaria, y otra más allá de dos flores, el desnivel de la tierra oscura y semi húmeda y principalmente, la fuerza del eco del canto del agua para guiarme, hasta que al fin llegué, la visión que vi fue más de la que había esperado desde  mis recuerdos, porque la verdad nunca había estado allí, solo había encontrado una vena liquida de la montaña en algún otro punto descendiendo a la fuerza y sin sendero ni bosque, solo la curiosidad infantil y la terquedad de un espíritu aventurero. Pero allí se había generado un pequeño laguito con una agua verdosa con el borde de algunos árboles que se inclinaban para tocarla, lo suficientemente firme para subirse y sentarse en su tronco con los pies apuntando el agua mientras parecía estar totalmente ajena del mundo exterior en aquel pequeño santuario.



(Fotografía tomada recorriendo el sendero de las Siete vueltas)



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