-.LAS SIETE VUELTAS.-
(Los Santuarios se
mueven, a veces están al alcance de nosotros, tan cerca, que llegan a
susurrarnos, incitándonos a adentrarnos en ellos… eso, si estamos dispuestos a
aventurarnos en su búsqueda)
El ritmo del camino se percibía mientras cada paso se
adentraba en la tierra. Habíamos subido desde el borde del mar hasta
adentrarnos a la carretera que cruzaba el bosque y luego, encontrando la señal
de la vía para desviarnos por el camino de tierra, escabroso y en poco trayecto
anguloso encontrarse con aquel acantilado con vista a las montañas que se
entrelazadas perdiéndose hasta fusionarse con la arena y el mar, mas en aquel
lugar oculto por los mismos cerros y caminos borrascosos en sus entrañas de piedras
desmoronándose que alguna vez en mi infancia en excursión alocado había logrado
alcanzar, dejando circular pequeños riachuelos como un camino venoso y clandestino.
La tierra estaba en la cima reseca, fina y de un color
castaño rojizo en ciertos lugares, allí detuve mis pasos calculando la
distancia prudente para observar, no lo majestuoso del cielo, si no algo que
llamó mi atención, era un gran conejo
que me veía tan atento como yo a él, nunca había visto un conejo tan grande y
para mi extrañeza no parecía temer de los humanos, se acercó a mí más de lo que
creí que lo haría, pero al querer ir a tocarlo, tampoco fue tal su audacia de
dejarse acariciar, evadió mis pasos y siguió moviéndose entre el pasto más
largo y brotes frescos.
Recordé mi objetivo, atenta a cada detalle, pero sin
dejarme seducir lo suficiente como para detener mis pasos. Fue allí cuando por el marco de madera en el
aire como invitando hacia al abismo que indicaba el inicio del sendero
circulante, que comencé mi camino. Al principio el sendero era tan amplio
que corría en descenso viendo el paisaje
de los barrancos, como tierra cobriza en navajas gigantescas donde en ángulos
extraños se asomaba alguna extraña palmera y en lo alto se veía el planeo de un
ave de enormes y negras alas. Corrí apenas un rato chispeante, me detuve un
instante para adentrarme al mirador de madera en una vista del paisaje. Pronto
seguí en el sendero, era curioso como viniendo desde lo alto en descenso por
los giros del caminos y la misma inclinación no se veía como continuaba el paisaje
y los cambios que en este se producían, el sendero repentinamente se volvía
angosto. Luego ya no era de tierra, era mezcla de piedras semi sueltas, y luego
de avanzar un circuito de piedras zigzagueantes con arbusto a ambos lados a la
altura de la cadera, algunos semi espinosos protegiendo con ahínco y celo los brotes
de sus flores ruborosas. El paisaje cambio radicalmente, tuve que cruzar un
sendero donde los arbustos ya no eran pequeños, eran imponentes, rodeados de un
bosquecillo crespo y enroscados, el sendero seguía por un techo curvo de
vegetación a cruzar. Un pequeño puente de madera nos invitaba avanzar para
seguir y en un momento que creí perder el camino entre ramas secas, ya
inquieta, escuchando un continuo crujido de lo alto, un silbido seco, un
murmullo desconcertante, reencontré el camino en un sendero formado por
escaleras de piedras que bajaban más profundamente al pequeño bosque
susurrante, porque altos árboles de troncos delgados y ramas retorcidas se mecían
y chocaban entre si en las alturas, provocando un sonido que nunca antes había
escuchado, el bosque hablaba, parecía sentirse crecer, quebrarse y levantarse a
medida que avanzaba, pero no veía ramas caerse ni otras elevarse, semillas
giratorias caían en mi pelo, aunque también veía lanzar otras más contundentes
a mi paso. De su canto quebradizo
escuché otro arrullo, uno que buscaba desde el comienzo del descenso, era el
sonido del arroyo.
El sendero a esta altura lo había perdido completamente,
estaba al pie de ramas secas en las entrañas del bosque susurrante, saltando
algún árbol caído identificando una azucena solitaria, y otra más allá de dos
flores, el desnivel de la tierra oscura y semi húmeda y principalmente, la
fuerza del eco del canto del agua para guiarme, hasta que al fin llegué, la
visión que vi fue más de la que había esperado desde mis recuerdos, porque la verdad nunca había
estado allí, solo había encontrado una vena liquida de la montaña en algún otro
punto descendiendo a la fuerza y sin sendero ni bosque, solo la curiosidad
infantil y la terquedad de un espíritu aventurero. Pero allí se había generado
un pequeño laguito con una agua verdosa con el borde de algunos árboles que se
inclinaban para tocarla, lo suficientemente firme para subirse y sentarse en su
tronco con los pies apuntando el agua mientras parecía estar totalmente ajena
del mundo exterior en aquel pequeño santuario.
(Fotografía tomada recorriendo el sendero de las Siete
vueltas)
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